La noche del diablo: La Dama de blanco y El Enmascarado.

Título: La noche del diablo.



Capítulo 1: El comienzo 

La noche del 31 de octubre caía con un aire denso, casi eléctrico. El cielo, cubierto por nubes oscuras, apenas dejaba ver la luna. En el viejo salón de eventos al borde del río, se celebraba la tan esperada fiesta de disfraces: La Noche del Diablo.

El pueblo aún recordaba aquella noche.

Una fiesta de disfraces, música hasta el amanecer, risas perdidas entre el humo y las máscaras. Pero lo que nadie podía olvidar era lo que pasó después. Cuando Anna y Erik desaparecieron entre los árboles del viejo parque y el mundo cambió para siempre.

Había pasado un año exacto.

Las calles se llenaron otra vez de luces y antifaces. Los jóvenes bebían como si el dolor no tuviera memoria. Pero los mayores evitaban el parque. Y nadie miraba el balcón del viejo edificio frente a la iglesia, donde decían que la habían visto.

La dama de blanco.

Aparecía en silencio, con un vestido largo como niebla y el cabello cubriéndole el rostro. Algunos decían que miraba hacia la fiesta, como esperando a alguien. Otros aseguraban haberla visto caminar por el parque, deteniéndose junto al lago donde encontraron el cuerpo de Erik. Siempre callada. Siempre sola.

A veces, desaparecía al parpadear.

Y aunque las autoridades lo negaban, los rumores crecían.

—Yo la vi, te lo juro —decía un chico en la plaza—. Estaba parada junto al árbol de los candados. Pensé que era parte de algún show. Pero no tenía rostro.

Una mujer mayor cruzó la vereda haciendo la señal de la cruz.

—Dicen que esa alma no descansa… que algo quedó incompleto. Que no la mataron solo a ella, sino al amor que la sostenía.


Capítulo 2: El Baile de los Condenados
 
¡Un año antes!

La música vibraba desde el interior de la vieja casa colonial, convertida por una noche en el escenario de la fiesta más esperada del año. Afuera, en el balcón del segundo piso, las luces se perdían en la niebla espesa que cubría la ciudad. Era la Noche del Diablo, esa tradición oscura donde los disfraces no eran solo por diversión… sino por superstición.

Anna reía, envuelta en su vestido blanco largo, etéreo, como una aparición. El encaje caía como una cascada y su máscara plateada cubría apenas la mitad de su rostro. Erik, a su lado, iba vestido de enmascarado oscuro: traje negro, antifaz y una rosa roja en el bolsillo.

—¿Sabés que te ves como un fantasma de leyenda? —le dijo Erik, acercándose.

—Y vos como el ladrón de almas de los cuentos de terror —replicó ella, sonriendo.

Él sacó una pequeña caja de terciopelo del bolsillo. Anna lo miró, curiosa.

—¿Qué hacés?

—Feliz cumpleaños, mi dama blanca.

Al abrir la caja, un delicado collar de plata con un dije de luna brilló bajo la luz. Anna se quedó sin palabras. Erik se lo colocó suavemente alrededor del cuello.

—Siempre vas a brillar, incluso en las noches más oscuras —susurró.

Se besaron con ternura, sin saber que ese instante sería el último donde todo aún estaba bien.

Media hora después, ya alejados de la fiesta, caminaban tomados de la mano por el sendero de un parque cercano. El aire estaba espeso, húmedo. Risotadas interrumpieron el silencio. Tres figuras tambaleantes, disfrazadas y con botellas en mano, aparecieron por el costado del camino.

—Eh… qué linda la novia fantasma —dijo uno, con voz pastosa.

—¿Y este quién es? ¿El novio de la muerte? —se burló otro.

—Sigamos —murmuró Erik, tomándola del brazo.

Pero uno de ellos se puso en el camino.

—No te pongas nervioso, solo hablamos.

—Alejate de nosotros —dijo Erik, con tono firme.

Los borrachos se rieron. Uno de ellos se acercó demasiado a Anna y la tomó del brazo. Erik reaccionó, empujándolo.

—¡Suéltala! ¡Anna, corré!

Pero entonces, uno de los hombres la sujetó del brazo.

—Suéltala —gruñó Erik, y lo golpeó.

Todo pasó en segundos.

Uno sacó una navaja. Otro inmovilizó a Anna. Erik luchó con todas sus fuerzas, pero lo superaban. Una puñalada en el abdomen lo hizo caer. Anna gritó su nombre. Lo último que vio fue a Erik desplomarse, y una mano cubriéndole la boca.

Luego, oscuridad.

La llevaron a rastras hasta un auto. El motor rugió. Nadie los vio. Nadie los detuvo.

El reloj marcaba las 3:06 a.m.

Y en algún punto, en la casa donde la llevaron, los gritos de Anna se mezclaron con el silencio absoluto de la madrugada.

Capítulo 3: La casa sin ventanas

Anna despertó con un sabor metálico en la boca, un zumbido en los oídos y una oscuridad que parecía devorarlo todo. Estaba atada, las muñecas le dolían y su vestido blanco —ese que amaba tanto— estaba desgarrado, manchado. La luz era escasa, filtrada por una bombilla vieja que parpadeaba como si también temiera estar allí.

Sus ojos recorrieron el lugar: paredes sucias, grafitis, restos de botellas, cadenas oxidadas. Una casa olvidada. Muerta.

Las horas se convirtieron en días. La violencia fue constante, despiadada. Los rostros de sus captores eran difusos, ocultos tras máscaras grotescas que no se quitaban ni para dormir. No hablaban entre ellos. Solo actuaban. Como si fueran guiados por algo más oscuro que la simple maldad.

Anna dejó de gritar al segundo día. No por resignación, sino porque ya no la escuchaban.

La última noche, uno de ellos se acercó. Ella apenas podía ver, pero sintió el filo del cuchillo presionando su piel. No lloró. No suplicó. Solo pensó en Erik. En el balcón. En la luna. En la promesa.

—Siempre vas a brillar, incluso en las noches más oscuras —recordó.

La apuñalaron sin prisa. Como si cada corte fuera un rito. Su sangre manchó el suelo agrietado. Y en su último aliento, con los ojos mirando un rincón donde una pluma negra caía lentamente, sintió que su alma no se había ido con el cuerpo. Algo la retenía.


Capítulo 4 Especial – El Entierro

La noche seguía muda, cómplice del horror. Afuera, el silencio era apenas interrumpido por el crujir de las ramas secas bajo sus pasos apurados. Dentro de la casa abandonada, los tres hombres se movían como sombras, con la urgencia de quienes saben que han cruzado una línea de la que ya no pueden volver.

Sandro, el mayor, mantenía la mirada fija, fría, como si todo aquello fuera parte de un plan bien calculado. Martin no dejaba de temblar, con las manos manchadas y los ojos abiertos como platos, como si recién ahora se diera cuenta de lo que habían hecho. Dario, el primo, cargaba el cuerpo inerte de Anna, envuelto en una sábana sucia que se manchaba con la sangre seca.

—Aquí abajo —dijo Sandro con voz áspera, señalando la trampilla que daba al sótano de la casa.

Martin dudó antes de levantar la madera podrida. El olor a humedad, encierro y muerte se mezcló con el de la tierra recién removida. Dario bajó primero, con el cuerpo de Anna sobre los hombros. Ya no la miraban como a una persona, sino como a un problema que debía desaparecer. Pero cada uno de ellos sabía, en lo más profundo, que esa noche los había marcado. Ninguno saldría ileso.

Habían cavado el hoyo horas antes, como si algo en ellos supiera que la noche terminaría así. La fosa era poco profunda, pero suficiente. Suficiente para ocultar lo que querían borrar.

—¿Estás seguro de que con la cal…? —preguntó Dario en un susurro, nervioso.

—Sí —cortó Sandro—. La cal viva la descompone, la deshace. Nadie la va a encontrar.

Martin se agachó y dejó el cuerpo en la tierra. Anna parecía dormida, pero su piel estaba helada. Dario desvió la mirada. No podía soportarlo. Sandro tomó el saco de cal, lo rompió con fuerza y comenzó a verter el polvo blanco sobre el cuerpo. Era un acto brutal y frío, sin ceremonia, sin humanidad.

La cal cubrió su rostro, su vestido blanco, sus manos. Pronto no quedaba nada visible. Solo una mancha blanca, desdibujada, como un fantasma atrapado bajo tierra.

—Ayuda a tapar —ordenó Sandro 

Con palas viejas, comenzaron a cubrir la fosa. La tierra cayó pesada, húmeda, mezclándose con la cal. El sonido era opaco, como si el mundo mismo no quisiera oír lo que estaban haciendo.

Cuando terminaron, sellaron la trampilla y salieron del sótano. El sudor les cubría la piel, pero no era por el esfuerzo. Era por la culpa que comenzaba a pudrirse dentro de ellos, lenta, como la cal deshaciendo el cuerpo de Anna.

—Esto nunca pasó —dijo Sandro, mirando a los otros dos con dureza—. Si alguien habla, nos vamos todos al infierno.

Martin solo asintió, en silencio. Dario tragó saliva. En el fondo, sabían que ya estaban condenados.


Afuera, el viento soplaba con fuerza. Las hojas secas giraban como en una danza macabra. Algo se había roto en esa casa. Algo que no iba a ser olvidado. Debajo de la tierra, donde la cal ardía en contacto con la carne, el alma de Anna comenzaba a despertar. No por venganza. Por justicia.

La policía solo encontró a Erik. Su cuerpo yacía en el parque, apuñalado, con la máscara aún puesta. La escena quedó envuelta en cintas amarillas, las cámaras tomaron fotos, los reporteros contaron versiones. Pero no hubo pistas de Anna. Nada. Como si se la hubiera tragado la tierra.

Y eso fue, en parte, verdad.

Capítulo 5: Silencio Bajo Tierra

Pero lo que no sabían… era que el alma de Anna no se borraría tan fácil.

 Una año después, comenzaron los rumores.

El pueblo, pequeño y gris, todavía murmura. Algunos creen que se fue. Otros dicen que fue un crimen pasional. Pero hay quienes juran haber visto algo más… una figura vestida de blanco que deambula en las noches frías, bajo la luz mortecina de los faroles.

Pero nadie habla muy alto. Nadie quiere que la muerte escuche.

Una pareja dijo haber visto a una mujer en la curva del camino viejo, vestida de blanco, con el cabello cubriéndole el rostro, de pie, inmóvil, mirando hacia la carretera.

Un niño aseguró que, bajo la lluvia, vio a un joven enmascarado en el semáforo frente al edificio donde vivía Anna. Lo vio mirar al balcón, con una tristeza antigua, y luego desvanecerse con la niebla.

Nadie les creyó.

Excepto Luca.

Luca había sido el mejor amigo de Erik, y en secreto, siempre sintió algo especial por Anna. Cuando murieron, algo dentro de él también murió. Pero lo que más lo atormentaba era lo incompleto. Lo que no encajaba. Anna nunca fue hallada.

Lucas, comenzó a investigar  por su cuenta desde hacía semanas. Sabía que la muerte de Erik no era simple. Algo no cerraba. Y Anna… ¿por qué nunca encontraron su cuerpo? ¿Por qué su caso fue borrado tan rápido? Empezó a revisar archivos viejos, recortes de periódico, foros en línea Guardaba notas, recortes, informes forenses filtrados. Descubrió que varias personas, en zonas diferentes del pueblo, afirmaban haber visto a una "dama de blanco". Todas las apariciones estaban relacionadas con la lluvia, o con el arroyo. Incluso una anciana juró que la vio llorando frente a la iglesia, pero al acercarse… desapareció.

Visitaba el parque, el hospital, las calles. No por justicia… sino porque en sueños, la oía.

“Ayúdame…”

La voz era un susurro húmedo, helado. Y cada noche, lo guiaba un poco más.

Hasta que una madrugada, al pasar por una calle olvidada, escuchó pasos tras él. Giró en seco. Nadie.

Pero en la acera… una rosa blanca, marchita, y sobre ella, un dije con forma de luna negra.


Lucas, jamás creyó en las versiones oficiales. Desde hace días sentía que algo lo llamaba. Algo que no lo dejaba dormir.


Capítulo 6 – El reflejo de la ausencia

Lucas regresaba tarde del trabajo, bajo una lluvia suave que apenas mojaba las veredas, cuando lo vio: un joven enmascarado, de pie junto al semáforo frente al antiguo salón de fiestas. Estaba quieto, empapado, mirando hacia el balcón. El mismo donde Erik le había regalado a Anna el collar.

Lucas parpadeó… y ya no estaba.

Pensó que era su mente. Que el dolor había dejado fantasmas en su visión. Pero esa misma noche, al entrar a su casa, encontró algo sobre su mesa que no estaba antes: una pequeña pluma blanca, mojada, junto a un papel arrugado con dos palabras garabateadas: “Encuéntrame abajo”.

Sintió un escalofrío, pero algo lo impulsó a seguir. A la mañana siguiente fue al cementerio. No al de Erik, sino al viejo, el que ya nadie visitaba. Allí se encontró con Doña Ángela, una anciana que solía hablar sola, sentada siempre en la misma banca.

—Yo la vi, ¿sabés? —le dijo, como si ya supiera por qué Lucas estaba ahí—. A la dama de blanco. Vaga por las noches cerca del parque. Mira hacia el bosque. Espera algo… o a alguien.

Lucas, incrédulo, le preguntó por qué creía eso.

—Porque dejó esto donde me siento —dijo, mostrándole un collar roto, aún con sangre seca—. Ella quiere volver a casa, pero no puede.

Lucas sintió un nudo en el estómago. Era el collar de Anna. Lo reconocía de la fiesta.

Esa noche no durmió. Soñó con Anna, con su risa, y con su voz apagada susurrándole algo imposible de descifrar. Pero al despertar, en la ventana, una silueta blanca se desvanecía bajo la niebla.

Capítulo 7: El rastro

Desde que empezaron las apariciones, Lucas no podía dormir. Tenía la sensación constante de que alguien —o algo— lo observaba. Pero no era miedo. Era una urgencia. Una llamada que se colaba en sus sueños con la voz entrecortada de Anna, repitiendo una misma palabra: “arroyo”.

Fue entonces cuando lo recordó.

Antes de la fiesta del diablo, mucho antes de la desaparición, él y Erik solían andar en bicicleta por los márgenes del pueblo, explorando casas abandonadas. Una de ellas, escondida tras una hilera de sauces cerca del arroyo, siempre les provocó escalofríos. No por su aspecto, sino por quienes la frecuentaban. Tres hombres, siempre de noche. A veces borrachos. Una vez, uno de ellos lo insultó sin razón mientras fumaba en el porche desvencijado. Erik lo apartó y se fueron sin mirar atrás.

En aquel entonces, Lucas no les dio importancia. Pero ahora, todo encajaba de manera siniestra.

Decidió volver a esa casa.

La encontró igual de olvidada, pero el ambiente era distinto. Más pesado. Como si el aire estuviera atrapado en los árboles. Se acercó con cautela, como si su cuerpo recordara algo que su mente aún no procesaba. Al tocar la reja oxidada, una imagen lo golpeó: tres siluetas borrosas riendo dentro, una lámpara colgando, una sombra temblando en un rincón. Anna.

Retrocedió, jadeando. Ya no era una intuición. Era una certeza.

Durante los días siguientes, Lucas se dedicó a averiguar quiénes eran esos hombres. Nadie quería hablar. Pero en los márgenes del pueblo, donde la ley era más rumor que presencia, la información se deslizaba entre susurros.

Uno de ellos, Dario “el flaco”, trabajaba en un taller mecánico y solía quedarse solo hasta tarde. Otro, Martin alias “el Negro”, vendía cosas robadas en el mercado negro. El tercero, más esquivo, vivía en una chacra deteriorada a las afueras. Su nombre era Sandro, y tenía antecedentes por abuso.

Lucas los reconoció sin dudar. El insulto, la mirada torva, la risa sucia. Siempre estuvieron ahí. A plena vista. Y nadie dijo nada.

Porque todos los conocían.

Y todos les temían.

Pero él ya no tenía miedo.

Capítulo 8: El primer eco del infierno

Lucas sabía que no podía confiar en nadie. El silencio del pueblo lo envolvía como una niebla espesa, y mientras más cerca sentía la verdad, más fuerte palpitaba el miedo en su pecho. Aun así, aquella noche decidió seguir a uno de los tres hombres: dario no, el que trabajaba en el taller mecánico.

Lo vio salir cerca de las once, con una mochila cargada, caminando rápido, como si ya se sintiera perseguido. Lucas lo siguió con sigilo, respirando apenas, guiado por el recuerdo de Anna… y por esa sensación eléctrica que lo recorría cada vez que el nombre de ella parecía flotar en el aire.

Dario tomó el camino viejo del arroyo, el mismo donde se alzaba la casa abandonada. Allí se encontró con los otros dos: Martin—el que vendía cosas robadas— y Sandro, el que vivía a las afueras, con antecedentes por abuso.

Lucas se escondió entre los árboles. Desde allí, vio cómo los tres hombres entraban a la casa y comenzaban a discutir. La conversación era tensa. Gritos, empujones. Una palabra resonó por encima de las demás:
—¡Nos van a descubrir!
—¡No fue parte del trato dejarla ahí!
—¡Callate, pelotudo! ¡Si abrís la boca, no vas a salir vivo!

El estómago de Lucas se retorció. Ellos hablaban de Anna. Lo supo. Lo sintió. Y entonces, algo ocurrió. Uno de ellos — Dario—, empujó a Sandro con tanta fuerza que cayó por una escalera podrida hacia el sótano.

Un crujido seco. Un gemido. Y luego… silencio.

El Martin bajó corriendo, pero subió segundos después con el rostro desencajado:
—Está muerto… lo mataste, boludo. ¡Lo mataste!

Lucas retrocedió sin hacer ruido. Un sudor frío le cubría la espalda. Había presenciado la primera grieta. La verdad comenzaba a quebrarse.

De regreso a casa, las luces parpadearon. En el reflejo de su ventana, Anna lo miraba. Esta vez no era un destello fugaz ni una imagen difusa. Era ella. Vestida de blanco, el rostro sereno… y una lágrima negra recorriéndole la mejilla.

Detrás de ella, una silueta oscura: Erik. Con el rostro cubierto por la máscara de la fiesta. Inmóvil. Silencioso.

Lucas comprendió algo entonces. No estaba solo. Pero tampoco estaba a salvo.

Capítulo 9: Sombras que susurran

La lluvia no cesaba desde la noche anterior. El cielo, encapotado, parecía un espejo del alma de Lucas: gris, turbulento, lleno de señales que no sabía cómo interpretar.

Desde la muerte de uno de los hombres —el del taller, hallado con el cuello roto al pie del arroyo—, el pueblo se había sumido en un silencio aún más espeso. No hubo investigación. No hubo noticias. Solo murmullos, miradas evitadas y puertas que se cerraban antes de tiempo.

Lucas no pudo dormir bien desde entonces. Las apariciones de Anna y Erik se habían intensificado, pero no de forma aterradora: ahora sentía su presencia como si trataran de guiarlo. A veces, despertaba con susurros en los oídos. Otras, veía reflejos en los vidrios empañados, figuras que no estaban cuando se giraba, pero que dejaban una sensación tibia, como si lo miraran con ternura.

Una madrugada, los escuchó claramente. Un murmullo que no venía de fuera, sino de dentro de él.

—Debajo… encuentra…

Y entonces vio el sótano.

La imagen vino como una ráfaga: el sótano de la casa abandonada, donde el piso estaba cubierto de cal. La visión no era clara, pero vio un brazo, huesos, una cadena oxidada… y una pluma blanca, manchada de rojo. La imagen lo dejó helado.

Ese mismo día volvió a la casa. Nadie lo siguió, pero el aire era denso. Entró sin encender linterna. No la necesitaba. Los pasos lo llevaban solos. Como si ya hubiera estado ahí. Como si alguien lo esperara.

Bajó al sótano.

La cal seguía allí. Más seca, más polvorienta. La linterna tembló entre sus dedos cuando algo crujió bajo sus pies. No era madera. Era… algo más.

Se agachó. Removió la cal con las manos.

La pluma estaba ahí.

Blanca, suave… y pegada con algo que parecía sangre seca. La tocó. En cuanto lo hizo, un frío imposible lo envolvió. No era normal. El aire se congeló y la linterna se apagó.

Y entonces los vio.

Anna y Erik, de pie, frente a él. No como visiones distantes: estaban ahí, reales, etéreos, pero presentes. Erik tenía la máscara rota. Anna, el vestido manchado. Ninguno hablaba. Solo lo miraban.

Anna extendió la mano y señaló al fondo del sótano. Había un hueco mal cerrado. Como una tumba improvisada.

Lucas retrocedió, con el corazón en la garganta.

Un golpe seco lo sacó del trance.

—¡¿Quién anda ahí?!

Una voz grave, violenta.

Alguien estaba en la casa.

Lucas no tuvo tiempo de pensar. Corrió por las escaleras, tropezando, mientras una sombra enorme lo perseguía. No volvió la vista. Salió al barro, se hundió hasta los tobillos y siguió corriendo, con el eco de la puerta cerrándose detrás.

Pero había visto lo suficiente.

Anna estaba allí abajo.

Y no estaba sola.

Capítulo 10: Lo que yace bajo la cal

La mañana siguiente fue pesada, como si el mundo entero quisiera retrasar el tiempo. Lucas no había dormido. La imagen del sótano no se borraba. Tampoco el rostro de Anna. Ni la sensación helada cuando la pluma tocó su piel.

Sabía lo que debía hacer.

Por primera vez en todo ese año, se presentó en la comisaría.

—Necesito hablar con alguien. Es sobre el caso de Anna Montenegro.

El oficial lo miró con una mezcla de desconfianza y lástima. Nadie hablaba ya de Anna, no oficialmente. Era una herida sellada a la fuerza, una que el pueblo prefería enterrar bajo rutina y silencio.

Pero Lucas insistió.

—Encontré algo. En la casa abandonada del arroyo. Creo que… creo que su cuerpo está ahí abajo.

No dijo nada sobre las visiones. Ni sobre la pluma. Solo los hechos. Y quizás fue eso lo que funcionó.

Una joven oficial, Mariana, que había ingresado al cuerpo hacía poco y que no conocía las "reglas no escritas" del pueblo, decidió acompañarlo.

Volvieron al lugar por la tarde, cuando la lluvia cesó por fin.

Mariana inspeccionó el sótano con cautela, midiendo cada paso.

—Esto huele raro… a cal viva. —frunció el ceño—. ¿Vos removiste esto?

Lucas asintió, nervioso.

—No quise... profanar nada. Solo vi la pluma. Y sentí que había algo más.

Mariana encendió su linterna y apuntó al hueco mal cerrado en el rincón. Se agachó. Rascó con una pequeña pala que traía. Algo sobresalió. Un trozo de tela. Luego, hueso.

—Dios… —susurró.

Pidió refuerzos. Nadie del pueblo quiso intervenir, pero esa noche llegó una unidad forense de la ciudad. El sótano fue acordonado. La tierra removida.

Y allí estaba.

Anna Montenegro.

El vestido blanco aún reconocible. Restos de cal entre los huesos. Y algo más: una cadena rota, un anillo de plata doblado, y marcas de tortura que congelaron a los presentes.

Mariana apretó los labios, con rabia contenida.

—Ahora van a tener que hablar —dijo.

El pueblo no pudo callar más. Las noticias corrieron como fuego seco. La presión mediática fue inmediata. Se reabrió el caso. Lucas fue citado como testigo clave. Mariana, como responsable del hallazgo.

Y uno a uno, los implicados comenzaron a caer.

El primero, el hombre del mercado negro, intentó huir. Lo encontraron escondido con una carta de confesión a medio escribir. El último, el de los antecedentes, fue arrestado por intentar atacar a un vecino. Su nombre ya estaba en la lista de los que Lucas y Erik habían visto aquella noche, un año atrás.

Mientras todo se desmoronaba, Lucas volvió al arroyo.

Ya no llovía.

Allí, en el mismo punto donde Erik había muerto, vio una figura sentada bajo el árbol.

Anna.

Y a su lado, Erik.

No decían nada. Solo lo miraban.

Y luego, lentamente, se tomaron de la mano.

Una brisa suave lo envolvió. Ya no era frío. Era paz.

Lucas bajó la mirada. Donde antes había lodo, ahora había flores blancas.

Habían cumplido su promesa.

Y al fin, podían descansar.

Capítulo 11: El último baile

La noticia de los culpables capturados y la exhumación del cuerpo de Anna estremeció al pueblo. Nadie volvió a mirar la casa del arroyo sin sentir un escalofrío. Durante días, el lugar fue invadido por periodistas, curiosos, y silencio. Mucho silencio.

Pero Lucas no se sintió mejor. No del todo. Había justicia, sí. Había verdad. Pero faltaba algo más.

La noche del aniversario llegó de nuevo.

Un año exacto desde aquella fiesta de disfraces. Desde el parque. Desde que todo se quebró.

Lucas fue al claro del bosque, donde había encontrado a Anna por primera vez, donde Erik había muerto.

Estaba solo.

O eso pensó.

Una suave melodía comenzó a sonar entre los árboles. No venía de ninguna parte. No era una canción moderna. Era un vals.

Y entonces los vio.

Anna, vestida de blanco, flotando apenas sobre el suelo, con los pies descalzos y el cabello suelto.

Erik, con su traje oscuro y la máscara en la mano, como si ya no la necesitara.

Bailaban.

No con tristeza.

Sino con la dulzura de quienes por fin se reencuentran.

Lucas se quedó inmóvil. Algo ardía en su pecho. Lágrimas silenciosas caían por su rostro. Anna lo miró por sobre el hombro de Erik. Le sonrió. Una sonrisa real. Serena.

Erik también lo miró. Asintió levemente, en un gesto de gratitud.

Y entonces, la música se desvaneció, como neblina.

Ellos también.

Pero no se esfumaron.

Se disolvieron en luz.

En calma.

En paz.

Lucas se quedó ahí un rato más, con los ojos cerrados, dejando que la brisa le acariciara el rostro.

Al día siguiente, colocó dos flores blancas junto al árbol: una por Anna. Otra por Erik.

El pueblo siguió su curso.

Pero para quienes creían, la historia de la dama de blanco y el joven enmascarado nunca fue solo una leyenda.

Fue amor.

Fue justicia.

Y fue despedida.
  


Autor: María Margarita Segovia 

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