El Disfraz del Diablo: Una Dama en el Abismo



Capítulo 1: El despertar


El sonido de un goteo constante fue lo primero que percibí. Luego, una punzada aguda en la sien, como si mi cabeza estuviera atrapada entre dos rocas. El aire era espeso, cargado de humedad y de algo más… un olor indescriptible, una mezcla entre hierro oxidado, tierra mojada y algo rancio, como carne podrida bajo tierra. Abrí los ojos con esfuerzo, pero la oscuridad era casi total.

Intenté incorporarme. El suelo era irregular, áspero y frío. A tientas, pasé mis manos sobre la superficie, sintiendo pequeñas piedras, charcos viscosos, y lo que parecía ser… ¿huesos? Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Hola —dijo una voz.

El sobresalto me hizo retroceder con torpeza. Alguien estaba ahí. No lo había escuchado acercarse. La voz era masculina, grave, serena. Demasiado serena para el lugar en el que estábamos.

—Tranquila. No voy a hacerte daño.

Una figura emergió lentamente de la penumbra. Su rostro era hermoso, pero inquietante. Pálido, perfectamente simétrico, sin una sola mancha de suciedad, como si la cueva no lo tocara. Llevaba un traje oscuro, impecable, que no coincidía con el entorno. Era como si el tiempo, la suciedad y el miedo no lo alcanzaran.

—¿Dónde estamos? —pregunté, la garganta seca, la voz quebrada.

Él negó con la cabeza.

—No lo sé. Solo recuerdo haber despertado aquí… como tú.

Nos observamos en silencio. El eco lejano de voces —gritos ahogados, sollozos— parecía venir desde los túneles oscuros que se extendían a nuestro alrededor.

—¿Escuchaste eso? —pregunté, temblando.

Él asintió, pero no parecía sorprendido. Como si ya los hubiera escuchado antes. Como si ya formaran parte del paisaje.

—No estamos solos.


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Capítulo 2: Las paredes susurran

El silencio regresó, pesado como una losa. Pero no era el tipo de silencio que da paz, sino uno denso, incómodo, como si algo —o alguien— nos estuviera observando desde las sombras. La oscuridad no era solo ausencia de luz. Era presencia. Una entidad viva que nos rodeaba, que respiraba junto a nosotros.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, buscando un ancla, algo que me conectara con la realidad.

Él vaciló un instante, apenas perceptible.

—Gabriel.

Asentí lentamente. Un nombre. Al menos uno. Pero… ¿y el mío?

Traté de recordar, de hurgar en mi mente. Imágenes borrosas cruzaban fugazmente, como sueños que se deshacen al despertar. Una habitación blanca, una ventana… y luego nada. Vacío. Solo un nombre perdido en la oscuridad de mi memoria. Me sentí desnuda, arrancada de mí misma.

—No recuerdo el mío —murmuré.

Gabriel me observó, serio. Había en sus ojos una tristeza antigua, como si ya hubiera pasado por esto antes.

Nos adentramos más en la cueva, avanzando con cautela. Las paredes parecían respirar. La humedad se condensaba en gotas que caían al suelo con precisión matemática, marcando el paso del tiempo en un lugar donde todo parecía suspendido. El suelo crujía bajo nuestros pasos. Rocas resbaladizas, charcos profundos, raíces que surgían como dedos buscando aferrarse a algo.

—¿Sientes eso? —dije, deteniéndome.

Era una sensación… extraña. Como si el túnel se cerrara poco a poco detrás de nosotros, como si el camino cambiara con cada paso. Volví la vista atrás. El pasadizo por el que habíamos venido ya no estaba.

—Esto no es natural —susurré.

Gabriel asintió. No parecía sorprendido.

—A veces, cuando despierto, el lugar no es el mismo.

—¿Despiertas? ¿Cuántas veces has despertado aquí?

No respondió. Solo bajó la mirada. Un silencio más profundo cayó entre nosotros.

Entonces, lo escuchamos.

Voces. Gritos. Llantos. Al principio lejanos, como ecos arrastrados por el viento. Pero pronto se hicieron más claros, más cercanos. Voces humanas, desesperadas, llenas de dolor. Una mujer llamando a su hijo. Un hombre suplicando perdón. Un niño llorando, preguntando por su madre.

—No los escuches —dijo Gabriel de pronto, con fuerza.

—¿Qué?

—No los escuches. No les respondas. No son reales.

Quise preguntar más, pero en ese instante, una brisa helada recorrió el túnel, trayendo consigo un hedor insoportable. Podrido. Ácido. Como el aliento de algo que nunca debió existir.

Y entonces lo vi.

Una silueta, al fondo del pasadizo, apenas perceptible entre la oscuridad. No se movía. No tenía rostro. Solo un contorno oscuro, estático, observándonos.

Sentí el corazón golpearme el pecho como un tambor.

—Corre —dijo Gabriel.

Y corrimos.


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Capítulo 3: Ecos de lo que fuimos

Corrimos sin saber a dónde, solo huyendo de esa presencia silenciosa que se mantenía inmóvil… pero que sentíamos cada vez más cerca. El aire se volvía más espeso, casi líquido, como si nos moviéramos bajo el agua. Cada paso costaba, cada respiración dolía.

El túnel se angostaba. Las paredes parecían latir, como si fueran carne viva. Un zumbido se colaba en mis oídos, agudo, penetrante, como una voz que aún no entendía.

—¡Por aquí! —gritó Gabriel, y giró bruscamente hacia un pasadizo más estrecho.

Me lancé tras él, sintiendo cómo algo me rozaba la espalda, apenas un soplo, como un aliento frío. No miré atrás.

El corredor desembocó en una cámara amplia, irregular, iluminada por un fuego que no ardía.

Las llamas bailaban, suspendidas en el aire, sin consumir nada. Su luz era blanca, casi azul. No emitían calor, pero su resplandor me hacía temblar. Y no de frío.

Gabriel se detuvo en seco, jadeando. Sus ojos se clavaron en algo más allá del fuego.

—¿Qué es esto? —pregunté, sin atreverme a cruzar esa línea de fuego fantasmal.

—Aquí fue donde… —calló de golpe.

—¿Dónde qué?

No respondió. Solo señaló.

Al otro lado del fuego, había cuerpos. Docenas. Tal vez más. Suspendidos a medio metro del suelo, como marionetas sin hilos. Quemados, pero de pie. Ojos abiertos. Miradas vacías. Y un murmullo, bajo, casi imperceptible, que brotaba de todos ellos al mismo tiempo.

Me llevé las manos a los oídos. Las voces estaban dentro de mi cabeza.

“Tú también estarás aquí”, decían. “Tarde o temprano”.

—¡No escuches! —gritó Gabriel de nuevo—. ¡No te detengas, ven!

Dio un paso hacia el fuego. Y lo atravesó.

Grité.

Pero él no se quemó. Solo desapareció por un segundo y volvió a aparecer al otro lado, mirándome, tendiéndome la mano.

Tragué saliva. Cerré los ojos. Di un paso adelante.

El fuego me envolvió como un susurro helado. No dolió. Pero algo en mi interior se quebró por un instante. Como si una parte de mí se quedara atrás, atrapada con los cuerpos suspendidos.

Cuando abrí los ojos, Gabriel me sostuvo.

—¿Qué es este lugar? —susurré—. ¿Por qué hay fuego que no quema? ¿Por qué hay cuerpos que no mueren?

Él me miró con una expresión que no le había visto antes. No era miedo. Era culpa.

—Yo también me lo pregunto… cada día. Si es que esto tiene días.

—¿Tú… recuerdas algo?

Bajó la mirada.

—Recuerdo que me vestí para morir… y desperté aquí.

Mi estómago se contrajo.

—¿Cómo… morir?

—Salté.

La palabra quedó suspendida en el aire.

Me alejé un paso. Lo observé. De pronto, su traje impecable, su calma, su mirada intensa… todo cobraba otro significado.

—¿Entonces esto… es el infierno?

—No lo sé —respondió—. Pero si lo es… no está vacío.


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Capítulo 4: El lenguaje de las paredes

No respondí. No podía. Las palabras se habían evaporado junto con el calor del cuerpo. Solo quedaba frío. No en la piel, sino en los huesos. Un frío viejo, como si me atravesara el recuerdo de algo que aún no había vivido.

Gabriel se quedó inmóvil, observándome desde el otro lado de la cámara. Su confesión flotaba en el aire como una amenaza latente.

"Salté", había dicho.

Y ahora todo era distinto.

El silencio se volvió insoportable.

—¿Y tú? —preguntó finalmente—. ¿Por qué estás aquí?

Abrí la boca. No supe qué decir. Solo recordaba caer. Caer sin fin. Pero… ¿de dónde?

Una voz, apenas un murmullo, me respondió en lugar de mi memoria.

“Estás aquí porque tú también olvidaste”

Miré a mi alrededor. Nadie había hablado.

Las paredes. Las paredes murmuraban.

Me acerqué lentamente. Eran rugosas, húmedas… pero había algo más. Como relieves. Figuras. Cientos de marcas talladas en la roca, como si alguien —o algo— hubiese intentado dejar un mensaje. Rostros. Ojos. Manos extendidas.

Gabriel se acercó.

—¿Ves esto?

—Sí —respondí, tocando una figura que parecía un corazón partido—. ¿Quién lo hizo?

—Yo.

Me giré bruscamente hacia él.

—¿Tú?

Asintió.

—A veces, cuando no soporto el silencio, tallo. Me ayuda a recordar… o a olvidar. No lo sé.

Observé más de cerca. Había palabras también, en un idioma que no entendía… pero que podía sentir. Palabras que parecían vivas, pulsando bajo la piedra, como si respiraran conmigo.

“Te están observando”, decían.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Gabriel… esto no es solo una cueva, ¿verdad?

Negó lentamente con la cabeza.

—Este lugar… cambia. A veces sus pasadizos desaparecen, otras aparecen nuevas cámaras. Algunas veces el fuego se apaga por días… o semanas. O lo que creo que son semanas. No hay tiempo aquí.

Su voz era un eco del cansancio. Del abandono.

—¿Y nunca encontraste una salida?

Él dudó. Por primera vez.

—Una vez… creí verla.

—¿Y?

—No era una salida.

Sus ojos se oscurecieron.

—Era… una boca.

—¿Qué?

—La cueva… respiraba. Y me llamó por mi nombre.

Sentí que algo invisible me apretaba el pecho.

—¿Crees que está viva?

—No lo sé —susurró—. Pero lo que sea que habita aquí… nos está probando.

Me alejé de las marcas. El aire volvió a volverse más denso, casi como si las paredes suspiraran.

Y entonces, de nuevo, las voces.

“Recuerda”, decían. “Antes de que sea tarde”

Miré a Gabriel.

—Yo también salté, ¿verdad?

Él no respondió. No hacía falta.

Las palabras de las paredes, las voces, los cuerpos flotando… todo era un reflejo.

No estábamos atrapados en la cueva.

La cueva estaba atrapada en nosotros.


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Capítulo 5: La puerta de sangre

Esa noche —si es que aún existía algo parecido a la noche allí abajo— no dormimos. El silencio se había vuelto demasiado afilado, demasiado vivo. Cada rincón de la cueva parecía contener ojos que no veíamos. La humedad goteaba desde las grietas, pero ya no sonaba como agua. Era más espeso. Como si la piedra llorara.

Gabriel se quedó cerca, aunque sin tocarme. Su presencia me reconfortaba… pero también me inquietaba. Había algo en él que parecía desvanecerse si lo miraba demasiado tiempo. Como si no pudiera mantenerse del todo en este plano.

—Tengo recuerdos —dije en voz baja—. Fragmentos. No sé si son reales.

—Dímelos —pidió él—. Tal vez puedan ayudarnos.

—Una casa. Blanca. Con cortinas azules. Hay una mujer… grita un nombre. Pero no suena como una advertencia, sino como una súplica.

—¿Sabes quién es?

—No —mentí. Porque había algo en sus ojos. Algo que me decía que él tampoco estaba siendo del todo sincero.

Avanzamos por un túnel estrecho. El fuego etéreo había comenzado a apagarse lentamente, como si también nos observara y midiera nuestro miedo. Lo poco que iluminaba revelaba símbolos en las rocas. Marcas que parecían nuevas… aunque nadie las había tallado.

—¿Eso estaba antes? —pregunté.

Gabriel negó con la cabeza, visiblemente tenso.

Los símbolos comenzaron a arder. Un rojo brillante, como sangre líquida. Uno de ellos, el más grande, parecía una puerta.

—No es real —murmuró Gabriel—. No puede ser real.

—¿Qué es?

—Es lo que vi… la vez que casi escapé.

La “puerta” palpitaba. No tenía manija, ni marco. Solo un hueco tallado, de bordes irregulares, pero perfectamente simétrico en su interior. Una bruma negra salía desde ella.

—¿Quieres entrar? —pregunté.

—No. Pero creo que no tenemos opción.

Nos miramos. Y entonces, la voz regresó. Más fuerte que nunca.

“Una vez abierta, no hay regreso”

La piedra tembló. El fuego retrocedió, como si temiera lo que venía.

—¿Tú la abriste antes? —pregunté con el corazón en la garganta.

—No. Me faltó el valor. Pero ahora…

Extendió la mano. Yo lo detuve.

—Espera.

Me acerqué al borde de la “puerta” sin tocarla. Un susurro escapaba del interior.

“Elizabeth”

Me congelé.

Era la misma voz de la mujer de mis recuerdos.

—Alguien está llamando 

Gabriel tragó saliva. La máscara de calma se resquebrajaba.

—A mí también —dijo—. Pero la voz dice otro nombre…

—¿Cuál?

No respondió. Solo miró hacia la oscuridad.

Yo sabía que había mentido. Lo vi en sus ojos. Esa puerta era algo más que una salida. Era un umbral.

Un umbral hacia algo que habíamos olvidado… o que habíamos elegido olvidar.

Tomé aire. Y di el primer paso.

Gabriel me miró mientras el contorno de la puerta ardía con un resplandor carmesí.

—Antes de cruzar —dijo, su voz más suave que nunca—, si algo nos pasa allí dentro… necesito saber tu nombre.

Hubo un instante de silencio. La bruma negra nos rodeaba como una cortina de susurros.

—Elizabeth —respondí, sintiendo que decirlo en voz alta era como despertar algo dormido en mí.

Él asintió lentamente.

—Gabriel —dijo entonces, como si también liberara un peso invisible.

Nos quedamos mirándonos por un segundo eterno, y entonces la puerta vibró, como si reconociera nuestros nombres. Como si siempre los hubiera sabido.

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Capítulo 6: El umbral

El aire alrededor de la puerta se había vuelto espeso. No era simplemente frío, ni caliente. Era como si el propio tiempo se hubiera ralentizado, como si estuviéramos a punto de dar el paso más importante de nuestras vidas, pero sin saber hacia dónde nos llevaría.

Gabriel permaneció quieto, su mirada fija en el umbral oscuro. Sus labios se movieron, pero no emitieron sonido alguno. Podía ver el conflicto interno en sus ojos, como si algo estuviera luchando dentro de él, algo que no quería revelar, algo que se resistía a cruzar esa línea.

—Elizabeth… —susurró, sin mirarme—. Esto… no es lo que parece.

Las palabras flotaron en el aire, pero en lugar de calmarnos, aumentaron la tensión. Algo en su tono me hizo entender que no hablaba de la puerta, sino de algo mucho más profundo. Un miedo que no era solo el de estar atrapados en la cueva, sino algo más oscuro y personal.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté, incapaz de evitar la curiosidad que me carcomía. Sentía que algo estaba a punto de revelarse, pero temía lo que pudiera ser.

Gabriel cerró los ojos por un instante, respirando profundamente. Luego, sin volverse hacia mí, comenzó a hablar en voz baja, como si quisiera que las rocas mismas no lo escucharan.

—Lo que sea que está detrás de esta puerta… no es solo una salida. No es un escape. Es más un… regreso. Algo que he estado tratando de evitar durante mucho tiempo.

Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Qué quería decir con eso? ¿Un regreso? ¿A qué?

La bruma seguía saliendo del interior del umbral, deslizándose como un río negro que no tocaba el suelo, flotando por el aire como si tuviera voluntad propia. El olor a tierra húmeda y a algo más… algo viejo, se hacía más denso. Era como si la cueva misma estuviera respirando, esperando.

—Gabriel, ¿qué está pasando aquí? —exigí, incapaz de mantenerme en silencio más tiempo. Sentía que algo no estaba bien, pero las palabras exactas se me escapaban.

Él giró hacia mí lentamente, sus ojos ahora llenos de un tipo de miedo que nunca había visto en él. La calma que siempre lo rodeaba parecía haberse disipado por completo.

—No sé cómo decir esto —comenzó, su voz quebrada—. Esta cueva… la puerta… todo esto está relacionado con algo que hice. Algo que no puedo recordar con claridad, pero que me persigue desde que llegué aquí. Desde que caí en este maldito lugar.

No pude evitar dar un paso atrás, el miedo comenzando a apoderarse de mí. Algo en la forma en que habló, la manera en que evitaba mirarme, me decía que lo que estaba a punto de contarme cambiaría todo lo que pensaba sobre él. Sobre nosotros.

Antes de que pudiera responder, una visión apareció en mi mente, nítida y perturbadora. Vi a Gabriel en otro lugar, en otro tiempo. Estaba de pie frente a un altar, en un lugar oscuro, rodeado de sombras. No podía ver bien los rostros, pero sentía su presencia. Y escuché su voz, clara y fuerte, diciendo palabras que no entendía, pero que me helaron la sangre.

—Es él —susurré, sin poder contenerlo.

Gabriel dio un paso atrás, su rostro palideció, y pude ver que algo dentro de él había comenzado a quebrarse. Esa visión, esa imagen de su pasado, lo había tocado de una forma que él no quería que yo supiera.

—Es… es el lugar donde cometí un error —murmuró, sus ojos reflejando algo que no era solo miedo, sino una especie de arrepentimiento profundo—. Y ahora, esa puerta… esa puerta me está llamando. No sé si quiero ir, pero si no lo hago, no sé qué le sucederá a los demás.

Las palabras de Gabriel eran como un susurro, una confesión rota. Pero algo no encajaba. Si él ya había estado aquí antes, si la puerta lo conocía… ¿por qué no me había dicho antes la verdad?

La bruma comenzó a intensificarse, y en la penumbra, el símbolo en la puerta brilló con una intensidad antinatural. La forma de la puerta se transformó, distorsionándose de una manera incomprensible. Los bordes comenzaron a moverse, deslizándose hacia adentro, como si el portal estuviera cobrando vida.

—Gabriel… —lo llamé, mi voz temblorosa—. ¿Quiénes son las personas que están detrás de esta puerta? ¿Y qué hiciste tú?

Él cerró los ojos, incapaz de mirarme. Cuando los abrió, el horror estaba claramente visible en su rostro.

—Lo que vi, lo que hice… no es algo que puedas comprender, Elizabeth. Pero ahora, esta puerta está conectada conmigo. Y si cruzamos, no habrá regreso.

El susurro de la puerta se intensificó, un sonido que no era de palabras, sino de algo mucho más antiguo y profundo, algo que nos estaba observando. Algo que se estaba alimentando de nuestro miedo.

La voz en el aire, ahora más clara, comenzó a decir:

—Gabriel…

Y entonces, comprendí. Gabriel estaba atado a este lugar. Atado de una manera que ni él mismo comprendía completamente. Algo oscuro lo vinculaba a esa puerta, a esa cueva. Y lo que nos esperaba al otro lado…

No lo sabía.

Pero lo que sí sabía era que cruzar esa puerta no sería un escape. No sería un regreso a la normalidad.

Sería el comienzo de algo mucho más grande y oscuro.

Tomé aire, miré a Gabriel y di el primer paso hacia el umbral.


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Capítulo 7: La distorsión

El momento en que cruzamos la puerta no fue un simple paso. Fue como caer, pero sin el impacto. El aire se volvió denso, envolvente, como si estuviéramos siendo absorbidos por la oscuridad misma. La bruma nos rodeó, y el mundo que conocíamos se desvaneció en un suspiro.

Un latido. No, no era un latido. Era un retumbar. El pulso de algo más grande, algo que latía en la misma tierra, en el aire, en todo lo que nos rodeaba.

De repente, la luz cambió. Un resplandor pálido iluminó la oscuridad, pero no provenía de ninguna fuente que pudiéramos ver. Era como si la misma atmósfera emitiera una luz mortecina, débil pero suficiente para hacernos ver lo que había a nuestro alrededor.

El suelo bajo nuestros pies no era roca, ni tierra, ni nada conocido. Era un material viscoso, que se estiraba y se contraía como si fuera una extensión de la cueva misma, pero al mismo tiempo ajeno, extraño.

"Esto no es posible", pensé, pero mis pensamientos parecían apagarse en el aire. El peso de la atmósfera me oprimía el pecho, como si cada respiración fuera un esfuerzo titánico.

Gabriel caminaba junto a mí, su rostro pálido y desfigurado por la luz fantasmagórica que nos rodeaba. Ya no parecía el hombre tranquilo que había sido antes, su rostro estaba tensado por un miedo que no podía esconder. Había algo aquí que lo afectaba profundamente.

El sonido de nuestros pasos era extraño. No resonaba como normalmente lo haría en una cueva, sino que se absorbía, como si el suelo estuviera engulléndonos lentamente.

—Esto… —empecé a decir, pero algo me detuvo. Las palabras se ahogaron en mi garganta. De repente, el aire se tornó espeso, como si la realidad misma estuviera colapsando, y un murmullo, tan bajo que apenas podía oírlo, comenzó a elevarse desde el suelo.

—¿Escuchas eso? —pregunté, mirando a Gabriel, cuyos ojos se agrandaron al instante.

—Sí… —respondió con voz rota—. Es… es él.

El murmullo creció en intensidad, y entonces las sombras alrededor de nosotros comenzaron a moverse. No de una manera natural. No como si alguien estuviera caminando en la oscuridad. No. Las sombras se estiraban, se retorcían, formaban figuras grotescas y extrañas que se desvanecían tan pronto como tratábamos de enfocarlas.

Me di cuenta de algo entonces: no estábamos solos.

Gabriel se detuvo en seco, como si hubiera sentido la misma presencia. Sus ojos se fijaron en un punto oscuro a lo lejos. No podía verlo, pero sentí que algo lo observaba, algo que lo conocía, que conocía su nombre.

—¿Qué es eso? —pregunté, incapaz de dejar de mirar hacia esa oscuridad que parecía moverse con vida propia.

Gabriel no respondió de inmediato. Su rostro estaba tenso, pero su expresión se transformó, como si una pesadilla olvidada hubiera comenzado a resurgir en su mente. Un dolor inexplicable brilló en sus ojos.

—No es… —murmuró, pero su voz falló. Respiró hondo y luego, con una determinación vacilante, dijo—: No podemos quedarnos aquí mucho tiempo. Esto no es lo que esperábamos.

De repente, el retumbar volvió a escucharse, más fuerte que antes. Como un trueno, un golpe violento contra la tierra. Y entonces, un grito.

No un grito humano. Era mucho más primal, más lejano, como si estuviera viniendo de otro tiempo. Un sonido antiguo, desgarrador, como si toda la tierra estuviera sufriendo.

—¡Dios mío! —exclamé, sintiendo la desesperación invadiéndome.

En ese momento, la figura oscura apareció de nuevo. Esta vez, no se desvaneció. Se quedó. No era una figura humana, pero sí una forma humanoide. Estaba allí, flotando en la oscuridad. Oscura, vaga, pero a la vez palpable. Algo familiar y extraño al mismo tiempo.

Un susurro se elevó, directamente en mi mente.

"Gabriel..."

Era la misma voz. La voz que había oído antes. La voz que lo había llamado. La voz que me había llamado a mí.

Gabriel retrocedió, su rostro ahora completamente demacrado. Pude ver cómo algo en su interior se quebraba. La luz que lo rodeaba se deformaba, como si él mismo fuera parte de esa distorsión.

—Esto no debería haber pasado —dijo, sus palabras arrastradas por la desesperación—. No deberíamos haber cruzado.

La figura oscura se acercó lentamente. Podía sentir su mirada, aunque no tenía rostro. No se acercaba de manera física, pero sí de forma… psíquica. Algo que me calaba hasta los huesos.

Gabriel levantó la mano, como si intentara detenerla, pero la figura avanzó, extendiendo sus sombras hacia él, y el aire se llenó de un dolor inaguantable.

—¡Gabriel! —grité, y mi voz se rompió.

Pero él no respondió. La figura lo alcanzó. Y entonces, todo se apagó.


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Capítulo 8: La marca del olvido

Cuando todo se apagó, el mundo entero parecía haberse disuelto en una quietud interminable. No pude ver, no pude oír nada. Solo la sensación de estar suspendida, flotando en una oscuridad total que me presionaba como un peso sobre el pecho.

Entonces, un susurro. Débil, casi inaudible, pero familiar.

"Elizabeth…"

Mi corazón se detuvo por un instante. La voz, esa voz, era la misma que había escuchado antes, la misma que me llamaba desde la puerta, desde los recuerdos rotos.

Abrí los ojos, pero la luz a mi alrededor era tan fría y distante que no pude distinguir el lugar. No sabía si estaba de pie, acostada o flotando. La confusión me envolvía como una niebla densa.

Gabriel estaba a mi lado. Su rostro había perdido toda su serenidad, y la desesperación ahora marcaba cada uno de sus movimientos. La figura que había aparecido antes seguía flotando en la oscuridad, pero ahora su presencia parecía mucho más real, palpable, como si de alguna manera Gabriel fuera el vínculo entre ella y este lugar.

—¿Qué es esto? —pregunté, mi voz quebrada. El miedo se apoderaba de mí, y una sensación extraña se formaba en mi estómago. Sabía que lo que estaba sucediendo iba más allá de cualquier explicación lógica.

Gabriel no respondió. Su mirada estaba fija en la entidad, y pude ver cómo su cuerpo comenzaba a temblar. El aire a su alrededor vibraba. Algo estaba ocurriendo dentro de él, algo que él no podía controlar.

De repente, un retumbante golpe resonó en el aire. El suelo bajo nuestros pies parecía temblar, y la figura oscura se acercó aún más, su presencia aplastante.

"¡Gabriel!" grité, pero él no parecía escucharme. Solo permaneció allí, como si estuviera esperando algo. Como si la entidad lo estuviera arrastrando hacia algo mucho más profundo, mucho más antiguo.

"No sé qué soy… no sé qué soy…" murmuró Gabriel, su voz quebrada, como si las palabras le costaran un esfuerzo titánico.

Fue entonces cuando lo entendí. La entidad no solo lo estaba observando; lo poseía de alguna manera, lo había estado reclamando por mucho tiempo. Era algo más que una presencia espectral. Era algo que se alimentaba de su sufrimiento, de su olvido.

—¿Qué te ha hecho esta cosa? —pregunté, sintiendo el terror calarme los huesos.

Gabriel finalmente me miró. Sus ojos no eran los mismos. Había algo oscuro, algo vacío en ellos, como si ya no quedara nada de él.

—Yo… —su voz temblaba, pero se detuvo, como si temiera decir la verdad—. No recuerdo quién soy. Solo sé que estaba aquí antes que tú. Y cuando entré por esa puerta, creí que sería mi salida. Pero ahora lo sé… nunca hubo salida. Solo… la entidad. Y la puerta era el principio de todo.

"La puerta…"

La entidad flotaba más cerca de Gabriel, extendiendo su sombra hacia él. Pero lo extraño era que no parecía afectarle. Al contrario, parecía fusionarse con él, como si fuera un lazo invisible que los conectaba. Algo que había estado esperando por siglos.

Gabriel levantó su mano, como si quisiera detenerla, pero algo en sus ojos me decía que en realidad estaba cediendo a su poder.

"Esto no es un error," murmuró Gabriel, casi como si hablara consigo mismo. "Es lo que soy. Es lo que he sido desde que… caí."

¿Caí?

Una extraña sensación me invadió. El aire a nuestro alrededor se tornó más frío. Las sombras de la figura comenzaron a tomar forma, alargándose hacia Gabriel, como si intentaran abrazarlo, consumirlo por completo.

En ese instante, una visión nítida se formó ante mí. Una casa. La misma que había visto en mis recuerdos. La mujer en la ventana, esa que había gritado mi nombre. La figura de Gabriel se reflejaba en el cristal. No estaba vivo. Él había estado muerto todo este tiempo.

"¡Gabriel!" grité, pero él no reaccionó.

El murmuro de la entidad volvió, retumbando en mi cabeza. "Gabriel…"

Y entonces entendí algo más. La entidad no era una simple presencia. Era una fuerza que había estado manipulando a Gabriel, exigiéndole recuerdos, despojándolo de su humanidad. Esa puerta, ese umbral, no era solo una salida. Era un nexo, un puente entre el olvido y la condena, y había estado esperando que Gabriel lo cruzara. Para reclamarnos a ambos.

—¡No! —exclamé, y de alguna manera, mi grito rompió el hechizo. La figura oscura se disolvió en la neblina. Gabriel cayó al suelo, sus ojos volviendo lentamente a la realidad, pero con una expresión completamente diferente. Como si él mismo hubiera regresado de algún lugar.

—Estoy… estoy bien —dijo, pero su voz sonaba vacía, como si las palabras vinieran de un lugar distante.

Sabía que no estaba bien. Sabía que algo en él había cambiado para siempre. La entidad ya no solo lo observaba. Lo había poseído.

El suelo tembló nuevamente. Y esta vez, no era la misma sombra.


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Capítulo 9: El eco del abismo

El temblor bajo nuestros pies no cesaba. Las rocas vibraban con una frecuencia que no parecía natural. Era como si algo más grande que la cueva estuviera respirando debajo de nosotros, despertando.

Gabriel estaba de pie, pero no era el mismo. Su mirada estaba clavada en el vacío, como si viera algo más allá de las paredes. Yo lo observaba con cautela. Aunque él decía estar bien, su voz… ya no era solo suya. Había algo más detrás, como un eco, un susurro atrapado en cada palabra.

—Tenemos que movernos —dije, intentando mantener la calma—. Esta parte está colapsando.

Él asintió lentamente, pero no me miró. Caminamos por un pasadizo que no habíamos notado antes. La piedra parecía más viva aquí, cubierta de musgo oscuro, y el aire era pesado, cargado de electricidad estática.

A medida que avanzábamos, las paredes comenzaron a cambiar. Ya no eran solo piedra… eran formas, rostros tallados, expresiones de dolor, de gritos congelados en la roca. Como si alguien, o algo, hubiera esculpido las almas que quedaron atrapadas.

—No puede ser… —murmuré.

Gabriel, con la mirada perdida, se detuvo frente a una figura tallada con precisión aterradora. Era idéntica a él.

—Esto es lo que hace la entidad —dijo, sin emoción—. No te mata… te preserva. Te convierte en parte del lugar. En un eco.

Su mano tocó la escultura. Al hacerlo, un sonido agudo, como un chillido lejano, atravesó el túnel. Las figuras empezaron a vibrar levemente. Una de ellas —una mujer de ojos vacíos y boca abierta en un grito eterno— giró levemente el cuello.

Retrocedí, horrorizada.

—¿Las estás despertando? —pregunté, pero en realidad no quería la respuesta.

Gabriel cerró los ojos. Parecía estar escuchando algo que yo no podía oír.

—Están atrapadas. Como yo. Como tú.

—¿Qué dices?

—Elizabeth… esta cueva no es solo un lugar físico. Es un espacio intermedio. Un refugio para lo que ha sido olvidado, para lo que no puede morir.

—¿Y tú cómo sabes eso?

Me miró, finalmente. Su mirada estaba clara por un instante… pero lo que vi allí fue peor que la oscuridad. Era resignación.

—Porque fui el primero en cruzar la puerta. Fui el que la abrió… hace mucho tiempo.

El pasadizo se ensanchó de pronto, y desembocamos en una sala circular. En el centro, había un altar tallado en obsidiana, con una espiral grabada que parecía moverse por sí sola, respirando. Sobre él, una especie de libro cerrado, hecho de un material que no pude identificar: no era cuero ni piedra, sino algo entre ambos, como si estuviera vivo.

—¿Qué es eso? —pregunté, incapaz de apartar la vista.

—La memoria de la entidad —dijo Gabriel con voz baja—. Todo lo que ha tomado, todo lo que ha visto… está aquí.

—¿Y tú lo sabías?

—No… pero lo recuerdo ahora.

Dio un paso hacia el altar. Yo sentí un tirón en el pecho, como si una cuerda invisible intentara arrastrarme con él.

—Gabriel, no lo toques —le rogué.

Pero era demasiado tarde.

Apenas sus dedos rozaron la cubierta, la sala entera se iluminó con un destello violento. El altar se estremeció y el suelo se partió en líneas rojas que serpenteaban hacia las paredes. Gritos comenzaron a resonar. No eran voces humanas. Eran antiguas.

El libro se abrió por sí solo. Las páginas eran oscuras, y de ellas comenzaron a salir figuras. Sombras sin rostro, que reptaban por las paredes y el techo, acercándose a nosotros.

Y entonces escuché mi nombre de nuevo.

"Elizabeth…"

Pero esta vez no venía de las sombras.

Venía del libro.

Me giré hacia Gabriel. Él estaba de rodillas, el rostro desencajado, como si algo dentro de él estuviera rompiéndose.

—¡No debimos abrirlo! —gritó—. ¡No debimos venir!

Las sombras se abalanzaban. No atacaban… buscaban entrar. No querían cuerpos, querían recuerdos. Identidad. Voz. Existencia.

Y su próximo huésped… era yo.


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Capítulo 10: El nombre que no es mío

Las sombras se lanzaron sobre mí como humo vivo, y lo primero que sentí fue el dolor. No físico, sino algo más íntimo. Un tirón desde dentro, como si arrancaran piezas de mi memoria. Vi a mi madre, su rostro desdibujarse, su voz volverse un murmullo. Vi mi casa, la de las cortinas azules, disolverse como tinta en agua.

—¡No! —grité—. ¡Eso es mío!

Luché, pero era como pelear contra viento helado. Las sombras no tenían forma… eran fragmentos de conciencia rota, presencias que ya no recordaban quiénes eran, y buscaban ocupar cualquier espacio que encontraran. Mi mente era su refugio.

Gabriel se incorporó como si algo lo empujara. Sus ojos brillaban con luz rojiza. No era natural. No era humano.

—¡Resiste, Elizabeth! ¡Tienes que tocar el libro!

—¿Qué está pasando? ¿Qué son estas cosas?

—Son las voces. Las almas que no cruzaron del todo. Fueron atrapadas por la entidad… y ahora te han elegido como receptáculo.

Retrocedí mientras una de ellas intentaba entrar por mi oído, susurrándome un nombre que no era mío.

"Nadia..."

La palabra me atravesó como un rayo. Algo en ella me hizo tambalear.

—¿Quién… quién es Nadia?

Gabriel palideció. No respondió. Las sombras chillaron. Estaban furiosas. Lo sabían. Estaban buscando a Nadia… y por alguna razón, yo era la puerta hacia ella.

Con un grito desesperado, salté hacia el altar. El libro seguía abierto, sus páginas agitándose como alas negras. Al tocarlo, una energía brutal me recorrió el cuerpo. No me electrocutó… me invadió. Vi luces, símbolos, visiones.

Y entonces, lo vi todo.

Gabriel… vestido como ahora, pero en otra época. La misma cueva. La misma puerta. Él abriéndola. Pero no estaba solo.

Una mujer estaba a su lado. Yo. Pero con otro rostro. Otra voz.

—Nadia… —susurró ella antes de desaparecer.

Grité y caí de rodillas, jadeando. Mi piel ardía.

—¡Gabriel! ¿Qué hiciste?

Él se acercó, temblando. Por fin habló… con una voz rota.

—Tú no eres Elizabeth. O… no del todo. Eres lo que quedó de Nadia.

Todo se detuvo. Incluso las sombras parecieron escuchar.

—¿Qué… significa eso?

—Tú fuiste Nadia… hace mucho tiempo. Entraste aquí conmigo. Cruzamos juntos. Pero cuando la entidad nos alcanzó, intenté salvarte. Arranqué parte de tu alma, tu esencia, y la escondí en este espacio, antes de que ella la tomara por completo.

—¿Entonces… morí?

—No. Pero tampoco estás viva en el sentido tradicional. Eres un eco… una reconstrucción incompleta. La cueva te mantiene, pero también te consume.

Las sombras chillaron de nuevo. Más fuertes. Más decididas.

—¿Y Elizabeth?

—Una identidad que creaste para no recordar el dolor. La entidad se alimenta de quienes no saben quiénes son. Por eso te protegí. Pero el libro… te ha devuelto los fragmentos.

Me temblaban las manos. La mente era un torbellino de imágenes superpuestas. Nadia, Elizabeth… ¿quién era yo realmente?

—¿Por qué me trajiste de nuevo?

Gabriel se arrodilló frente a mí, con los ojos llenos de culpa.

—Porque no podía dejarte atrapada. Porque… aún te amo.

Las sombras rugieron. El libro estalló en llamas negras. Todo el salón comenzó a colapsar. Teníamos segundos.

—¿Y ahora? —pregunté—. ¿Qué hacemos?

Gabriel me tendió la mano.

—O luchamos… o dejamos que lo que somos desaparezca para siempre.

Tomé su mano. No porque confiara en él del todo… sino porque era lo único que aún me anclaba a esta realidad distorsionada.

Y corrimos. Hacia las sombras. Hacia lo desconocido.


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Capítulo 11: El precio del escape

El umbral detrás de nosotros se cerró con un sonido sordo, como si el mundo respirara por última vez. Ya no estábamos en la cueva, ni tampoco del todo en el bosque. Era un intersticio. Una grieta entre realidades donde todo parecía descomponerse: el aire, el tiempo, la luz.

La tierra temblaba bajo nuestros pies.

—Gabriel… —mi voz apenas era un susurro—. Están viniendo.

Lo supo antes de que lo dijera. Sus ojos estaban clavados en la distancia, donde las sombras comenzaban a tomar forma. No eran humanas. Nunca lo fueron. Cuerpos sin rostro, con las bocas abiertas en un grito que no hacía ruido. Algunas flotaban, otras reptaban como insectos de carne, otras… otras eran más antiguas, más densas, como recuerdos que habían tomado forma.

—No debimos cruzar —dijo Gabriel con una voz quebrada—. El umbral era una barrera. No una salida.

—¿Y ahora?

—Ahora… nos toca pagar.

Alrededor, el bosque moría. Los árboles se retorcían, perdiendo su color, su forma, como si las presencias devoraran la realidad misma. El cielo se agrietó. Literalmente. Fracturas negras surcaban la bóveda celeste, dejando caer un polvo gris, pesado como ceniza.

—¡Corre! —grité, pero el suelo se abrió bajo nuestros pies.

Caímos… pero no del todo. Algo nos sostenía. Un campo invisible. Una energía que me helaba los huesos.

Y ahí fue cuando lo vi.

Gabriel no estaba sufriendo como yo.

El frío no lo afectaba. La presión que me aplastaba el pecho, a él lo dejaba intacto. Miré sus manos. Temblaban… pero no de miedo. De contención.

—Tú no eres como yo… —murmuré.

Él bajó la mirada. Y por primera vez, lo dijo.

—No del todo.

Las presencias comenzaron a gritar. Ahora sí las oía. Voces humanas, desesperadas, furiosas.

"¡Traidor!"

"¡Nos dejaste aquí!"

"¡Gabriel, mentiste!"

La revelación cayó como un rayo.

—¿Qué hiciste?

—Yo… ayudé a sellar esta prisión. Hace mucho. Cuando era otro. Cuando tenía otro nombre. Prometí volver por ellos… y nunca lo hice.

El mundo estalló.

Una de las presencias más antiguas emergió del suelo. No tenía forma. Era humo, hueso y una corona de cenizas. Su voz no era una voz. Era una emoción pura: rabia.

"Tú eras nuestro puente. Ahora serás nuestro recipiente."

Gabriel gritó. La entidad lo rodeó, lo penetró, lo transformó. Su cuerpo se dobló hacia atrás, sus ojos se tornaron completamente blancos, su piel se cuarteó como barro seco.

Yo me arrastré hacia él, pero una pared invisible me detuvo.

—¡No! ¡Gabriel, resiste!

Y entonces, me miró.

Sus ojos eran dos estrellas negras, pero su voz aún era suya.

—Corre… Elizabeth. Esto no es tu guerra. Aún puedes escapar.

—¡No sin ti!

Las presencias se abalanzaban sobre nosotros. Un vórtice de oscuridad comenzaba a formarse. La tierra sangraba. El cielo lloraba fragmentos de luz.

Entonces recordé el río.

—Agua… —susurré—. El río purificador.

Corrí. No sé cómo lo logré. Esquivé sombras, me arrastré entre cuerpos que no eran cuerpos. La luz del agua se hacía más fuerte, más viva.

Y cuando llegué, la voz de la mujer de mis visiones habló por primera vez claramente:

"Si cruzas con él… habrá consecuencias. Si lo dejas atrás… vivirás."

Me volví hacia Gabriel. Luchaba contra la entidad, su cuerpo ya casi perdido.

—Decide —dijo la voz.

Yo decidí.

Tomé el agua con mis manos y la lancé hacia Gabriel, que gritó como si el alma se le arrancara del cuerpo.

Y entonces, todo estalló en blanco.


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Capítulo 12: El eco del sacrificio

El silencio… fue lo primero que sentí.

No un silencio natural. Era un vacío absoluto. Un no-sonido. Como si el mundo aún no hubiese decidido si debía existir.

Mi cuerpo yacía sobre algo blando y húmedo. Pasto. Pero no como el que conocía. Era grisáceo, casi plateado, y emitía un tenue resplandor. Me incorporé lentamente. Todo estaba cubierto por una niebla espesa, que parecía moverse al ritmo de mi respiración.

—¿Gabriel…?

Nada.

Me puse de pie. El cielo era ceniza líquida, como si estuviera atrapada bajo una superficie en calma pero tensa, como antes de una tormenta que lleva siglos formándose. A lo lejos, vi la silueta de un árbol solitario, retorcido, con ramas que se alzaban como brazos implorando ayuda.

Caminé hacia él. Cada paso se sentía pesado, como si algo quisiera retenerme. O como si ese lugar se resistiera a ser explorado.

Y entonces lo escuché.

Una respiración.

Débil, intermitente… y familiar.

Corrí.

Allí, a los pies del árbol, yacía Gabriel.

Pero no el Gabriel que había conocido.

Estaba cubierto de una capa oscura, como ceniza fusionada con piel. Sus ojos estaban cerrados. Parecía muerto… pero su pecho aún se movía, apenas.

—¡Gabriel! —caí de rodillas a su lado—. ¡Resiste!

Sus labios se movieron. Sin voz, solo un gesto apenas perceptible.

Lo toqué. Sentí una descarga, un latido profundo, como si algo más —algo inmenso y antiguo— estuviera dentro de él, durmiendo… o esperando.

—Estás vivo —susurré—. Te traje de vuelta.

Una lágrima resbaló por mi mejilla. Cayó sobre su rostro. Y en ese instante, abrió los ojos.

Pero no eran los suyos.

Eran completamente blancos. Sin pupilas. Y en ellos… vi visiones.

Una ciudad en ruinas, de piedra negra. Gente sin rostro caminando en círculos, eternamente. Un altar manchado con sangre viva. Un niño que reía mientras el mundo ardía. Y al final… la imagen de mí misma, de espaldas, observando el umbral desde el otro lado.

Gabriel parpadeó. Los ojos volvieron a ser suyos.

—¿Dónde… estamos?

—No lo sé —respondí con honestidad—. Pero estamos juntos.

Quiso sentarse, pero no pudo.

—Siento que… algo… está adentro. Observándome.

—Lo sé. Lo vi.

—Elizabeth… si pierdo el control…

—Entonces yo te haré volver.

El árbol detrás de nosotros comenzó a arder. Sin fuego. Solo una combustión silenciosa. Y desde su centro, una figura surgió.

Femenina. Alta. Cubierta con un velo de humo y ceniza.

—No han escapado —dijo sin boca—. Solo han cruzado al núcleo.

—¿Quién eres? —pregunté.

—Soy lo que quedó cuando él los traicionó. —Miró a Gabriel—. Soy la memoria de los olvidados.

—¿Nos dejarás salir?

—Nadie sale. Pero algunos… pueden olvidar que están atrapados.

Avanzó. La niebla comenzó a girar alrededor de nosotros.

—Deben pagar el precio.

—¿Qué precio?

La figura extendió una mano hacia Gabriel.

—Él. O tú.

El suelo comenzó a hundirse bajo nuestros pies.

Y por primera vez… Gabriel me miró con terror real.

—Elizabeth… no la dejes entrar. Pase lo que pase.

Yo apreté su mano.

Y respondí con una voz que no sabía que tenía:

—Entonces tendrá que arrebatárnoslo todo.


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Capítulo 13: El precio del núcleo

La figura se mantuvo inmóvil frente a nosotros, envuelta en una bruma que no obedecía al viento. No había viento. El aire aquí no se movía por leyes naturales. Se retorcía con la voluntad de lo que habitaba este lugar.

—¿Qué eres realmente? —pregunté.

Ella giró la cabeza en un ángulo imposible. Su velo se onduló y vi… fragmentos. Rostros. Cientos. Tal vez miles. Todos congelados en un grito que no terminaba de emitirse.

—Soy la suma de sus voces. Las de los que se quedaron. Las que él silenció —respondió con tono sereno y cruel.

—¿Gabriel?

Él cerró los ojos, como si esa palabra lo atravesara.

—Yo no… no recuerdo haber hecho eso.

—Porque lo elegiste así,—interrumpió la figura—. Pero tu memoria no te pertenece. Fue parte del trato.

—¿Qué trato? —dije, acercándome un paso.

—La entrada al núcleo a cambio del olvido. Una sola persona puede pasar sin pagar… si otro carga la condena.

Gabriel bajó la mirada. Su mano seguía aferrada a la mía.

—Fui yo. Lo hice… por alguien más. Pero el núcleo me marcó. No me dejó ir del todo.

Un zumbido comenzó a crecer en el aire. Como un enjambre invisible.

—Ahora que ha recordado, el núcleo lo reclama por completo —dijo la figura, alzando los brazos.

El cielo ceniciento se abrió como una herida. Luces negras descendieron como relámpagos invertidos.

—¡Corre! —gritó Gabriel—. ¡Elizabeth, ahora!

Pero el suelo tembló y comenzaron a emerger figuras espectrales. Eran los rostros del velo, ahora con cuerpo. Caminaban sin huesos, arrastrando su dolor como una masa de carne viva y sombra.

Corrí, tirando de Gabriel. Aunque débil, él me seguía.

El árbol ardía en llamas invisibles, y en su base se abrió una grieta. Un sendero descendente, envuelto en luz roja. No sabíamos a dónde llevaba, pero era lejos de ella.

—¡Ahí! —señalé.

—Es una trampa —dijo Gabriel.

—Ya estamos en una —respondí.

Saltamos.

Caímos por lo que pareció una eternidad. El aire se volvió líquido, luego polvo, luego fuego… hasta que aterrizamos en un pasillo de piedra tallada. Los muros vibraban con pulsos, como venas.

Al fondo… una puerta. Tallada en obsidiana.

—¿Y ahora? —pregunté.

Gabriel no respondió.

Estaba observando su mano. La que yo había sostenido.

Se deshacía. Lentamente. Como si se estuviera borrando del tiempo.

—El núcleo no nos dejará ir fácilmente —murmuró—. Y ahora está en mí. Una parte de esa entidad… quiere volver contigo. A tu mundo.

—¿Por qué yo?

—Porque tú puedes recordar. Porque tú abriste la puerta. Porque tú… eres la que lo despertó.

Lo miré.

Y lo supe.

Esa figura no solo era memoria. Era un reflejo. Una extensión del mismo lugar que ahora intentaba desgarrarnos desde dentro.

—¿Y si cruzamos esta nueva puerta? —pregunté.

—Tal vez salgamos. Tal vez despertemos. O tal vez… seamos olvidados para siempre.

Miré hacia atrás. Las sombras venían bajando por la grieta.

Tomé su otra mano.

—Entonces crucemos. Juntos.

Y abrimos la puerta.


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Capítulo 14: La Habitación Blanca

Un pitido agudo. Constante. Luego otro. Y una ráfaga de luz blanca que me obligó a cerrar los ojos.

Intenté moverme, pero todo mi cuerpo pesaba. La piel dolía. La garganta ardía como si hubiera gritado por días. Cuando logré enfocar… el techo era blanco. Demasiado blanco. Frío. Estéril.

—Está despertando —dijo una voz masculina, lejana—. Avísale a su madre.

Una figura con bata blanca pasó frente a mis ojos. Luego otra. Aparatos, máquinas, monitores. Todo zumbaba suavemente, como si el mundo hubiera sido puesto en pausa y ahora reanudara su ritmo.

—¿Dónde…? —susurré, apenas audible.

Una enfermera se inclinó hacia mí con una sonrisa cansada.

—Shhh… estás a salvo, Elizabeth. Estás en el hospital. Has estado en coma por tres semanas. Caíste en una cueva mientras acampabas. Te encontraron gracias a un excursionista que oyó tus gritos.

No entendía.

La cueva. El fuego. Las voces. Gabriel.

—¿Gabriel? ¿Dónde está Gabriel?

La enfermera frunció el ceño, confundida.

—¿Gabriel? No había nadie más contigo cuando te hallaron. Estabas sola.

—No… no puede ser. Él estaba conmigo. ¡Él me salvó!

El médico intercambió una mirada con la enfermera, luego me inyectaron algo en el suero. El mundo volvió a difuminarse.

Cuando desperté de nuevo, ya era de noche.

Una figura estaba sentada en la esquina de la habitación. Quieto. Sombra entre sombras.

—Gabriel… —susurré.

Se levantó.

Y entonces lo vi con claridad.

No era Gabriel.

Era él, pero sus ojos eran demasiado negros. Demasiado vacíos. Su piel parecía una máscara. Su sonrisa… una grieta.

—¿Creíste que era un sueño? —dijo con voz suave, con ese tono que usaba cuando me protegía—. Esto es el sueño, Elizabeth.

—¿Quién eres?

—Fui el guía. El guardián. El castigo. Llamarme “Gabriel” fue tu elección. Pero mi nombre verdadero… no puede pronunciarse sin quemar la lengua.

El aire se volvió helado. La máquina cardíaca se volvió loca. Las luces parpadearon.

—¿Qué quieres de mí?

—Ya lo tienes dentro, ¿no lo sientes? Las puertas que abriste no se cierran tan fácilmente.

Me acerqué al borde de la cama, temblando.

—Esto no es real.

Él se inclinó, tocó mi frente con un dedo. Ardió como metal caliente.

—¿Y si nunca saliste? ¿Y si este es solo otro nivel de la cueva? Otra capa del núcleo.

Lo miré. Y en su rostro apareció el árbol, la figura velada, la sangre, el pasillo de obsidiana. Todo… comprimido en una mueca infernal.

—Nos veremos pronto, Elizabeth.

Y desapareció.

Entró una enfermera segundos después, alarmada por el sonido de las máquinas.

—¿Está bien?

—Sí… solo fue… un mal sueño —mentí.

Pero en mi mano, aún cerrada con fuerza… tenía una pluma negra. Demasiado real para ser parte de un sueño.






Autor : María margarita Segovia.



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